Instantáneas
– Subterráneas.
Continúan
las travesías en el underground porteño. Pero no encuentro cómo relatarlas de
manera interesante. A la abulia se suma una especie de tara reciente (otra más
y van…) que yo estimo es producto de un surmenage
o del tan mentado síndrome de burnout:
en menos de 10 días me pasé de estación dos veces, debiendo apearme en Puán,
subir la escalera, cruzar al otro lado, bajar y tomar el tren una estación
hacia atrás. Siempre estoy jugada de tiempo, lo cual no hace más que confirmar
que soy una reverenda pelotuda por perder preciosos minutos en esta operación
de trasbordo y retroceso sin sentido.
Un
retroceso que sí tiene sentido es el que hago de Lima a Plaza de Mayo y luego desde esa cabecera rumbo al destino final, para viajar sentada. Sí, encontré
también esa manera de reducir exactamente a la mitad el suplicio del regreso.
Viajo como el culo sólo en la C. Una vez llegada a la conexión con la línea A, tomo el convoy al revés consiguiendo asiento y
vuelvo evitando el apretuje.
Qué contar
de estos últimos días: Que sigue habiendo, lamentablemente, cantidad de niños
vendiendo y pidiendo (justamente mirando a uno ayer que pedía ayuda para la
leche y el alquiler repartiendo papelitos, fue que me pasé de estación). Que
Claudia Santoro sigue vendiendo su “Hecho en Buenos Aires” y que por estos días
debe estar en Puerto Madryn, según me contó ella misma… Que hoy al salir del
asiento para bajar, había tanta gente que arrastré el paraguas como pude, sin
darme cuenta que le estaba clavando la punta terminal en el muslo a un pobre
tipo que viajaba sentado frente a mí. Le pedí unas muy sinceras disculpas
diciendo que no me había dado cuenta (la verdad) y respondió con mucha onda,
como que no había problema. Carlos, pensé inmediatamente qué hubieras dicho. Que si
era yo la damnificada / afectada por el paraguas de otro hubiera puteado hasta en arameo… Y sí, me
tocó molestar a un santo. Bueh… un beato. Tampoco para tanto, no le saqué un
ojo con mi paraguas… Qué más… Que surgió una nueva versión de los vendedores
ambulantes, el vendedor de productos audiovisuales con demostración incluída
(circulan por los vagones con unos muy potentes equipos con pantallas y
parlantes). Que estos laburantes a los que obviamente respeto (no hacen nada
muy distinto a lo que a mí me a tocado en suerte), me alteran un poco el
programa del regreso para el cual selecciono música que acompañe el paraíso
que, a esa hora y en esa línea, significa el asiento de maderitas yendo al
Oeste. ¿Por qué? Porque termino asistiendo a la lucha desigual que entablan
Roger Waters, el Génesis de Peter Gabriel o Jethro Tull desde los diminutos
auriculares de mi MP4 contra canciones infantiles chillonas, hits de boliche o
el nada talentoso pero muy celebrado coreano de Gangnam Style que invade todo
el vagón desde el aparatejo del vendedor. De más está decir quién gana. En el
vagón y el mercado. En el vagón al menos, que es lo que más empíricamente puedo
comprobrar, vi más de un piecito siguiendo el ritmo del coreano y un par de
minas cancheras que bajaron en Castro Barros moviendo las caderas y levantando
los brazos. No las quise mirar pasar por el molinete contoneándose. Hubiera
sido demasiado, desde mi lugar de oficinista vieja, ojerosa, cansada, con
imagen de madre descuidada, despeinada, hundida –si es que el material permite
esa imagen- en mi asiento de plástico o madera, conseguido con paso apurado y
la treta mezquina del viaje hacia atrás, con mi libraco sobre la globalización
y la nada destilando pesimismo… No, no iba a mirar a ese panegírico de la
fiesta que eran esas minas cancheras bailando al son de DJ Trucho. Entonces me
concentro en los zapatos de los pasajeros, las bolsas, los libros, los
celulares con los que juegan o escriben mensajes. Y así sucede, así es como me
paso de mi destino. Sí. Una idiota. Qué le voy a hacer.
Pero
también hay de los otros días, esos en que el viaje pasa relativamente liviano
(porque la cabeza está idem). Y escuchando a mis músicos favoritos sin otra
interferencia que el infernal ruido del subterráneo. Recuperando pedazos de
canciones cuando la formación para por unos segundos en las estaciones, y
perdiendo grandes partes en el trayecto. Y al bajar, el azar quiere que la que
suene sea Janis Joplin, y su Summertime, y esa guitarra genial… Y entonces,
caminando por la calle Guayaquil, sin dejar de apurar el paso porque hay que
llegar a horario, pero con un aire que echa el pelo hacia atrás y refresca la
mente, uno se siente un dios olímpico, con una postura recta y una altura de no
menos de metro ochenta, caminando como por una pasarela gloriosa hacia un
destino no menos magnífico, con la frente alta y el MP4 musicalizando ese
momento memorable, hasta que una baldosa floja o un sorete de perro lo devuelve
a uno a la cruel realidad de ser ciudadano de esta ciudad, miembro del
proletariado, individuo o sujeto (por lo sujetado) de metro cincuenta y cuatro
centímetros que araña el metro sesenta gracias a unos tacazos que un día van a
provocar un desgracia.
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